La verdad era que Úrsula se resistía a envejecer aun cuando ya había perdido la cuenta de su edad, y estorbaba por todos lados, y trataba de meterse en todo, y fastidiaba a los forasteros con la preguntadera de si no había dejado en la casa, por los tiempos de la guerra, un San José de yeso para que lo guardaran mientras pasaba la lluvia. Nadie supo a ciencia cierta cuando empezó a perder la vista.
Se empeñó en un callado aprendizaje de las distancia de las cosas, y de las voces de la gente, para seguir viendo con la memoria cuando ya no se lo permitieran las sombras de las cataratas. Mas tarde había de descubrir el auxilio imprevisto de los olores, que se definieron en las tinieblas de una fuerza mucho mas convincente que de los volúmenes y el color, y la salvaron definitivamente de la vergüenza de una renuncia.
Conoció con tanta seguridad el lugar en que se encontraba cada cosa, que ella misma se olvidaba a veces de que estaba ciega.
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